Ya no quiero monetizarlo todo
Me he pasado la vida buscando la forma de monetizar cada interés que se cruza por mi camino, pero algo está cambiando.
Me he pasado la vida buscando la forma de monetizar cada interés que se cruza por mi camino. Poco tiempo después de aprender a tejer a mis 7 años, empecé a calcular cuantos gorritos de lana tendría que tejer y vender a 5.000 pesos chilenos para poder llegar a comprarme un pasaje a Argentina para ver a Floricienta. Con mi melliza, la Colo, pasábamos fines de semana completos en la playa buscando conchitas de mar, emocionadas por volver a clases el lunes y venderlas entre 50 y 100 pesos cada una a nuestros compañeros de segundo básico. Resultó que emprender era ilegal no solo en las veredas sino que también en el colegio, y pasé mi primer susto empresarial cuando vi a la Colo llorando porque su profesora la castigó por andar vendiendo conchitas.
Gorritos y polainas que publicamos para vender en FB entre el 2010 y 2015
Veo que el mundo gira en torno a las transacciones y aún no encuentro la lógica en que desde muy chica te condicionen a creer que vender y cobrar son malos y que la plata es sucia. Así es cómo comienzan las relaciones tóxicas con el dinero, que luego en la adultez luchamos por romper a veces hasta con terapia y cursos. Esa policía escolar no nos detuvo de seguir vendiendo todo: desde dibujos que coloreábamos hasta la madrugada y colgábamos con scotch en la pared del living para que los invitados dominicales de nuestra mamá y padrastro pudieran comprar, hasta manicuras y trenzas hechas en el momento, joyas de mostacillas y tejidos a palillo y amigurumis de crochet.
Se me hace difícil recordar qué venía primero: si el disfrute del hobby, o la emoción por sacarle plata a ese hobby. Imagino que aún si no fuera a vender mis dibujos coloreados, hubiese pasado esas largas noches pintando caras en papel A4 con mi hermana. Creo que todas estás actividades — pintar, buscar conchitas en la playa, hacer joyas de mostacillas, pintar las uñas, hacer trenzas, armar joyas y llaveros con chapitas de latas de bebida y cintas de la calle Rosas y tejer — eran cosas que disfrutábamos hacer normalmente, pero por alguna razón disfrutábamos aún más cuando tenían la función utilitaria de generar plata.
Mis llaveros de chapitas de bebida que vendía a 600 pesos
Desde muy chica pude ver como tener plata marcaba la diferencia entre tener agua y luz o no. Tener plata definía si el auto partía en la mañana y me condenaba a no poder tener un tamagochi mientras mis compañeros tenían hasta 8 a la vez. Definía si teníamos que pasar más tiempo dónde mi abuelo para que la Mama nos cuidara, y si mi mamá estaba tranquila o no. Tal vez era esta consciencia la que me convertía en una niña con preocupaciones de adulta.
Pareciera como que desde chica siempre necesité darle un utilitarismo a lo que amaba hacer. Como si necesitara siempre una justificación monetaria para poder emplear tiempo ilimitado en algo. A muy temprana edad, el hacer por hacer no tenía mucha lógica para mí.
A medida que crecía, mi pregunta más constante a mis profesores del colegio era,
Y para qué me sirve saber esto?
De que me servía aprender sobre la posición de Chile en la cuenca del Pacífico?
De qué me servía aprenderme la fórmula cuadrática afuera del colegio?
De qué me servía disecar vomito de lechuza en clase de ciencia y luego escribir un reportaje sobre aquello?
Sí puedo decir con certeza que hay un pasatiempos en particular al cual nunca traté de monetizar. Y son las letras. Desde el momento en que aprendí a leer y a escribir, leía por leer y escribía por escribir.
Recuerdo que cuando aprendí a leer me obsesioné con las letras. Leía todas las palabras que se cruzaban por mi camino, desde los nombres de calles, a los titulares de los diarios, a cada ingrediente incluido en la etiqueta del shampoo, a las marcas estampadas en la ropa con el usual Made in China que en un comienzo yo pronunciaba como m-a-d-e i-n -ch-i-n-a y no cómo meidinchaina. Lo único que me importaba era captar cómo sonaba cada grupo de letras unidas en una palabra. Si meditar se trata de respirar para estar tan en el presente que no existe pasado ni futuro, entonces mi respiración era leer.
Leer me permitía ser netamente niña, sin preocupaciones de adultos. Josefina la lectora era una niña de un poco más de un metro de altura que gozaba con tal de poder juntar en su cabeza las letras del “ne pas couvrir” de la estufa o las de los espejos del auto diciendo que “objects in mirror are closer than they appear.” Cuando ya podía leer libros, leía sentada en el water al llegar del colegio, en el auto, y de camino a cualquier esquina de mi casa. Recuerdo no entender mucho de lo que leía, pero de saborear cada vez que lograba detectar la palabra que componían ciertas letras. Adoraba acumular en mi memoria libros leídos, y creía que leer me hacía especial.
Hace un mes que comencé a estudiar árabe en un diplomado online impartido por la Universidad de Chile. Para quienes no saben mucho del árabe, hay que decir que es una lengua compleja de aprender. De partida, el árabe escrito es distinto al hablado. Es decir, las palabras escritas suenan muy diferentes en el lenguaje común. Todos los árabes escriben de la misma forma, empleando el árabe estándar moderno o fusha. Pero nadie habla fusha, a menos que se trate de una presentación formal o una recitación del Qur’an, el texto sagrado del Islam. Es así como luna se escribiría qamer en fusha, pero se diría amer en el dialecto magrebí (Marruecos, Argelia y Tunisia); y la expresión te quiero se diría uhibbuka en fusha, pero se diría bahibbak en Egipto y el Levante (Siria, Líbano, Palestina y Jordania), ahibbak en el dialecto del Golfo y nhibbik en el Magreb.
A pesar de cursar mis estudios universitarios en Abu Dhabi, nunca aprendí a hablar esta lengua. El curso de árabe había que tomarlo un mínimo de 2 años para quedar escribiendo y leyendo bien y requería de otro año más para recién poder aprender a hablar el dialecto en el que quisiera uno especializarse. La verdad es que no tomé árabe en la universidad porque me intimidaba en tiempo y dificultad y creía que casarme con un dialecto me permitiría hablar con solo algunos árabes. En otras palabras, quererlo todo rápido y el conocimiento completo me impidieron siquiera partir a conocer la lengua.
Lo primero que me preguntan mis conocidos al enterarse que estoy aprendiendo árabe es, y para qué estás aprendiendo eso? El otro día, mi abuela hasta osó a decirme que por qué no aprendía Mandarín mejor si hoy en día me sería mucho más útil. Ahí fue que recordé ese discurso tan dogmático de que uno tiene que aprender idiomas para hacer negocios, y que como China es el país más poblado del mundo, corresponde aprender Mandarín.
¿Por qué se prioriza aprender idiomas para hacer negocios en vez de para poder conectar con un lugar que nos llama? O para conocer una parte nueva de nuestra personalidad que solo puede salir con cierto idioma. O para entender profundamente un tema que nos llama la atención de otra región. O simplemente por que nos gusta como suena, o nuestro amor de verano habla ese idioma y queremos entenderlo mejor?
Tal vez me hizo tanto ruido la sugerencia de mi abuela de estudiar un idioma más útil porque se metió con tal vez el único territorio de mi vida que yo nunca traté de monetizar. Se metió con la lengua. De alguna manera, mi rechazo hacia sus palabras venía desde la profundidad de mi ser. Sentí algo así cómo que la niña que algún día fui volvía a gritar:
¡Déjenme ser niña por favor! No quiero hacer negocios, ¡quiero aprender árabe para poder leer los ingredientes de sus botellitas de shampoo!
Y es que tengo muchas razones explícitas y otras más implícitas para querer aprender árabe: quiero poder volver a Beit Mellat en el Líbano, donde está la familia de los abuelos de mi abuelo y poder entenderles todo. Quiero poder traducirle a mi abuelo si logramos volver por segunda vez y poder conversar con nuestra lejana familia. Quiero entender lo que dicen los palestinos que me aparecen en Instagram. Quiero ir a Palestina y conversar con la mujer que me quiera regalar aceitunas y el hombre que me venda el pan. Quiero poder sentarme nuevamente en el living de Lubbnah en Amman, con su padre, hermana y mi amiga Soha, y que podamos hablar de todos los libros y películas que hablamos sin que ellos tengan que salir de su árabe para facilitarme en inglés.
Pero por ahora, la razón que más me importa de estudiar árabe es que quiero darle la oportunidad a mi niña interior de poder existir con toda la inocencia de la infancia. Quiero atreverme a hacer por hacer, aprender árabe por aprender árabe. Quiero volver a sentir lo que sentía aprendiendo a leer y a escribir en español e inglés, sin necesidad alguna de convertirlo en negocio.
Este año para mi se ha tratado de eso. Renuncié a mi trabajo en diciembre y aún siendo mayo sigo desempleada viviendo de mis ahorros. La pregunta más común del chileno (pero no del brasileño) al conocerte o verte después de un tiempo es “a qué te dedicas?” Cuando volví de Brasil en Marzo, finalmente pude empezar a decir con naturalidad y hasta orgullo que me encuentro felizmente cesante. Sin dar explicaciones y sin detallar si me las piden.
Al comenzar este mes, anoté la afirmación que regirá lo que queda del año:
Mi única responsabilidad es aprender. Todo lo que buscó en la vida llegará siempre y cuando me mantenga aprendiendo.
Lo curioso de hacer las cosas por solo hacerlas, sin buscarles ningún otro propósito, es que generalmente estas acciones derivan en cosas más grandes a largo plazo. En mi infancia, yo no sabía que dedicarle tanto tiempo a la lectura y escritura me llevarían a estudiar literatura y escritura creativa en Abu Dhabi y Nueva York. No sabía que obsesionarme con las letras y con la comunicación eventualmente me permitiría crecer mis redes sociales de Winter Bunker tanto así como para poder vivir del tejido. No sabía que aprender a tejer a los 7 años se convertiría en mi oficio desde los 23 años. No sabía que estudiar literatura y graduarme el 2019 me llevaría a publicar mi primera pieza en Substack hoy en el 2024. No sé qué pasará con esto, pero quiero averiguarlo.
Es así que este año me estoy entregando a la infancia. Entregándome a permitirme hacer las cosas por solo hacerlas. Confiando en que todo este aprendizaje que voy acumulando detonará en una vida llena de magia y oportunidades impredecibles. Nunca se me olvida lo que le dijo Steve Jobs a la clase de Stanford que se graduaba el 2005:
No puedes conectar los puntos hacia adelante, solo puedes hacerlo hacia atrás. Así que tienes que confiar en que los puntos se conectarán alguna vez en el futuro. Tienes que confiar en algo, tu instinto, el destino, la vida, el karma, lo que sea…
Confío en que hacer por hacer y seguir mis instintos y curiosidad van a derivar en cosas hermosas que ni siquiera puedo imaginar.
Me encantó esto. Quiero decir varias cosas:
1. No puedo creer que alguien tuviera 8 tamagotchis.
2. También me obsesionaba el "objects in mirror are closer than they appear". Mis papás no sabían inglés, así que fue un misterio por mucho tiempo.
3. También renuncié (en enero) para vivir de mis ahorros. Para bien o para mal (la historia dirá), me ganó la (in)quietud y en abril comencé a emprender.
4. Por muy trillada que sea, también me encanta la frase de conectar los puntos. :-)
No te conocía, ojalá sigas con esto y bienvenida a Substack <3
Que entretenido leerte!!! No pares 👌👌